miércoles, 20 de junio de 2012

Los Puruhá

Al sur de Quito existía la nación Puruhá, la cual tenía un gobierno organizado y leyes que arreglaban la sucesión en el poder.

Dibujo de Juan Luis Cuyo
La forma de su gobierno era monárquica hereditaria, y sucedía siempre el hijo varón.
En punto a prácticas religiosas, adoraban como divinidades vivas y animadas a los grandes cerros nevados de la cordillera de los Andes, principalmente al Chimborazo y al Tungurahua, acerca de los cuales habían imaginado una mitología curiosa; pues al primero lo tenían por divinidad masculina, y al segundo por divinidad femenina; y, cuando en las noches serenas relampagueaba discurriendo el rayo de luz de un cerro a otro, decían los puruhá que entre el dios varón Chimborazo y la diosa hembra Tungurahua se estaban cortejando.


En lo más elevado de la cordillera y casi al pie de las nieves perpetuas le habían erigido un templo al Chimborazo, y allá subían a ofrecerle sacrificios principalmente cuando se acercaban los tiempos de la siembra y de la cosecha.
Adoraban además a otros dioses, el más famoso de los cuales estaba en Liribamba, capital del reino, donde se le había levantado un santuario de forma cuadrilonga. El ídolo era de barro cocido, tenía la figura de una cabeza humana con los labios abiertos, y se hallaba dispuesto en posición acomodada para verterle en la boca la sangre de los sacrificios, en los que solían ofrecer víctimas humanas, degollando a los prisioneros de guerra.

También ensangrentaban el altar en que el Chimborazo era adorado como un dios, pues dos veces al año le sacrificaban una joven doncella. A los primogénitos los inmolaban precisamente por una antiquísima costumbre, y embalsamados y secos los conservaban con grande veneración en las casas, guardados en vasos de barro o de piedra, hechos a propósito para ese objeto.

Entre las creencias de los puruhaes, una era la de tenerse por hijos del Chimborazo, pues estaban persuadidos de que ese cerro había engendrado a sus primeros progenitores. Cuando veían brillar el Arco Iris, las mujeres cerraban la boca y apretaban fuertemente los labios, de miedo de que aquel meteoro las fecundara. Así que el maíz estaba maduro y a punto para la cosecha, el mozo mejor y más robusto de cada parcialidad salía a los cerros, y allí daba voces retando a todos los que quisieran hacerles daño en la futura recolección de las mieses. Nunca entraban en los papales sin hostigarse primero las piernas, para no impedir que se cuajaran y maduraran las papas.
Cuando moría un puruhá sus mujeres salían por los campos y recorrían, dando alaridos, todos los lugares que había solido frecuentar el difunto, y andaban de una a otra parte llorando y cantando doloridas endechas en alabanza del muerto: se untaban de negro la cara y el pecho todos los días que duraba el duelo, cuya última ceremonia era lavarse la pintura negra, con que en señal de tristeza se habían teñido.
Si el muerto era un cacique o régulo principal, sentaban el cadáver en una silla o tiara, bailaban todos alrededor, y asimismo sentado lo enterraban, poniéndole a su lado sus armas y las mejores prendas de ropa, que había usado en vida. La poligamia estaba en uso entre los jefes de cada pueblo, pero los particulares ordinariamente no se casaban más que con una sola mujer. El novio iba a la puerta de la casa de los padres de la novia, y, puesto allí de pie, llamaba a los padres, y, con palabras humildes y muchos ofrecimientos, les pedía que le dieran a su hija por esposa: luego presentaba los haces de paja y los atados de leña de que había ido cargado, según uso y costumbre de su nación.
Cuando un niño varón completaba cinco años de edad practicaban la ceremonia de imponerle nombre, yendo de casa en casa, y en cada una el jefe de la familia le trasquilaba un poco de pelo y le hacía un obsequio.
En la ceremonia del entierro la viuda o mujer principal del difunto iba en el cortejo fúnebre, siguiendo tras el cadáver, apoyada en un bastón y sostenida por dos indias, en señal del abatimiento y falta de fuerzas que le había causado el dolor por la pérdida de su esposo. El cadáver no se sacaba nunca a enterrar por la puerta la casa, sino que se derribaba la culata de ella y por ahí salía la comitiva fúnebre con el cadáver, abandonando para siempre la vivienda en que había sucedido el fallecimiento. También la abandonaban cuando caía en ella un rayo; y entonces los muebles y cuanto había dentro era despojo de los hechiceros. Salían corriendo de la casa, cuando daba en ella el arco iris, porque temían morirse; y los criados volteaban las sillas en que solían sentarse los caciques, para que en ese momento el espíritu maligno no se sentara en ellas y les hiciera daño.
El lago de Colaycocha era reputado como un lugar misterioso y funesto, donde creían que estaban penando las ánimas de los muertos. Esta creencia provenía de cierta costumbre muy antigua, de abandonar en una isleta desierta del mismo lago a los criminales, para que allí perecieran de hambre y de frío.
Examinadas atentamente las tradiciones de los puruhá se ve que muchos de ellos tenían el convencimiento de que sus progenitores habían sido criados en los mismos puntos donde cada parcialidad o tribu habitaba, y creían que habían salido de ciertos lugares determinados. Los puruhaes atribuían su origen a los cerros nevados, diciendo unos que habían nacido del Chimborazo; y otros del Llanganate, como los de Píllro, Patate y Pelileo. Estas creencias podrían argüir, tal vez, una antigüedad muy remota en las tribus indígenas; pues, sólo con el transcurso de muy largo tiempo, podían haber perdido así tan completamente la memoria de las inmigraciones de sus antepasados y el recuerdo del país donde estuvo la cuna de sus mayores.
No obstante, otras naciones, como los caras, conservaban la tradición de largos viajes hechos por mar, y aun calculaban el tiempo que había trascurrido desde que sus antepasados arribaron a las costas del Ecuador hasta la época en que entraron los conquistadores españoles. Por esto, ningún estudio puede ser más interesante que el de las tribus o naciones indígenas que poblaban el litoral de nuestra República.

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